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martes, 26 de diciembre de 2017

Canto de la lluvia y gris de la pared.

Tengo frío, vuelvo a temblar bajo mi techo gris. Allí oigo el canto de la lluvia, el cual ya conozco de memoria, pues es siempre el mismo, pero exactamente por eso me reconforta y me ayuda a sobrellevar mi existencia.

Recorro la ciudad de forma cíclica y metódica. Cruzo la esquina de la séptima avenida siempre a las seis en punto, bajo las escaleras húmedas a las nueve menos cuarto y ya a las once y media me encuentro tumbado bajo mi techo gris. El murmullo incesante de muchas lenguas me acompaña en mi viaje. Y esto es siempre así.

A pesar del frío y la rutina, me gusta esta vida. De hecho, no podría existir si no fuera de esta forma. Los tonos grisáceos y el canto de la lluvia son mi motor y mi esencia, y son ellos los que me impulsan y me permiten vivir. Si tuviera miedo de algo, sería de perderlos.

La ciudad luce desinfectada, limpia, pura, ausente, como un marco paisajístico ajeno al ser. Las personas, los seres que la concurren y la transitan, irradian un hedor a corrupción, desequilibrio, impureza, destrucción, como unos personajes abocados al caos y el desorden. Pero se necesitan el uno al otro.

La ciudad sin sus seres sería una mera decoración en el vacío infinito, una bomba de silencio, pues nadie podría contemplarla y adorarla o desear destruirla, y los sonidos de las vastas lenguas no rozarían sus paredes. Ni siquiera se podría hablar de la ciudad, pues sin los seres es solo un sinsentido indefinible.

Los seres sin su ciudad serían puro caos, aniquilación del mínimo orden en su máxima expresión, un torbellino de oscuridad deslumbrante e infinita locura, y un colapso de sonidos que mataría a la propia música. Ni siquiera se podría hablar de los seres, pues sin la ciudad son sólo polvo de estrellas maligno.

Yo viajo entre el gris de las paredes y bailo al son del canto de la lluvia, navego en las sombras de los seres caminantes y nado en sus sonidos. Paso frío bajo mi techo. Siento, sé que siento, puedo saborear los colores de la Luna, puedo oír el Mar de Luz desde mi cama y llevar al viento al orgasmo con delicadeza. Siento, es cierto que siento, y eso me hace existir, y tras cientos de tiempos acechando a la ciudad y sus seres, al fin me he atrevido a vivir bajo su techo.

Ven a visitarme, por favor.

domingo, 26 de noviembre de 2017

Cacería de la incertidumbre.

Corría, corría y corría. Día y noche, sin tregua. Ella le perseguía. Cruzaba casi volando selvas, desiertos, montañas, paisajes preciosos, espectáculos naturales que enmudecerían a cualquiera.
Pero no podía detenerse a verlos, ni siquiera podía parar a pensar en que podría detenerse a verlos. Sólo podía correr.

Ella llevaba muchísimo tiempo persiguiéndole. De hecho, no existió un momento anterior a la persecución, pues fue lo primero y único que recordaba desde que tiene memoria. Tampoco sabía cuando acabaría. Correr demasiado le agotaba, claro. Pero siempre que estaba a punto de desfallecer, ella se desvanecía. Entonces podía descansar. No mucho tiempo, desde luego, pero sí el suficiente como para reafirmarse y jurarse que esta vez lograría escapar. Cuando empezaba a pensar que quizás todo, al fin, había pasado, ella volvía.

Iba montada sobre un elefante gigante, con un rifle entre sus manos. Reía a carcajadas, de forma terrible y escalofriante, y de manera que él siempre la oía de la forma más clara posible. El elefante no necesitaba correr, pues su altura era tal que una sola zancada recorría muchos, demasiados metros. Ella sostenía el rifle entre las manos y lo colocaba en posición de disparo, apuntando de forma incesante, con un ojo en la mirilla. Él sabía que en cualquier momento, ahora, ahora, o quizás ahora, ella podía disparar, pero nunca lo había hecho.

Todo su tiempo y existencia se resumía en esto. Correr, huir, descansar, esperanzarse, correr, huir.

¿Por qué simplemente no se rendía, se arrodillaba y, mirando a los ojos a su perseguidora, sonreía hasta que todo terminara?

viernes, 10 de noviembre de 2017

Calvario.

Un día más, el Sol caía lentamente y el cielo se amorataba ante los ojos de Fausto. Sentado en la lonja del Calvario, veía cómo las horas pasaban pesadamente, una tras otra, desde hacía demasiados años como para contarlos. Un suspiro, otro, se escapó y se diluyó en el aire. Llevaba demasiado tiempo arrepentido.

Cuando la noche se alzaba, Fausto se levantaba, apoyado en su bastón, y caminaba lentamente hacia su hogar. La edad ya le había cobrado demasiado, y parecía que aún no había terminado. Su vista estaba deteriorada, le era imposible andar sin apoyo y múltiples dolencias le invadían constantemente. Pero no podía, ni un solo día, fallar en su visita al Calvario. Porque allí yacían, enterradas, sus hijas.

Todos los días lo volvía a vivir, en su mente, en el recuerdo. Aquel pasado le acosaba como una maldición que le había acompañado desde siempre y que no acabaría jamás. Los años de la posguerra habían sido duros, incluso más que la propia guerra. Lo peor no era recordar los dolorosos gruñidos de los estómagos vacíos, los robos, necesarios para sobrevivir un día más, entre los que una vez fueron amigos o las terribles enfermedades que habían encontrado su mejor hábitat en el desorden y la suciedad. Lo peor era volver a verse, una y otra vez, con la misma hacha que usaba para cortar madera que les calentara en la mano, cortando el aire para cortar segundos después el cuello de su hija más pequeña, Dolores. Las lágrimas corrían por su rostro, la pena le estrujaba el corazón, pero tenía que hacerlo. No había comida, ni apenas forma de obtenerla. La mayor de sus hijas estaba enferma, y sufría terribles ataques de tos sanguinolenta. No tenían madre, pues esta había desaparecido durante el último año de la guerra y nunca más se supo de ella.

Lo que más le dolió fue la muerte de Ana, su hija mayor. Cuando entró en su dormitorio esta seguía despierta, pero ya no podía detenerse. Viendo las intenciones de su padre, Ana salió corriendo, en un intento desesperado de salvar su vida. Tener que correr tras su propia hija, su mayor amor, para librarla de la mísera vida a la que estaba condenada le dolía y le quemaba como un puñal ardiente atravesando su corazón. Sí, le dolía, pero sabía que era lo más misericordioso y lo mejor para ella. Arrinconada y pidiendo ayuda, perdón y una explicación, sintió cómo el hacha rasgaba la fina piel de su garganta. Pero este golpe no había sido certero y, con sus últimas fuerzas, implorando el perdón de todos los dioses y los demonios, Fausto descargó la hoja contra la tráquea de su hija, a la cual abrazó hasta que se quedó inmóvil. Ahora estaban a salvo.

Recordaba esa misma noche con máximo detalle, cómo había cargado con el cuerpo de sus dos hijas a la madrugada, con el frío y una torpe lluvia como compañeros, y cómo las había enterrado, solemnemente, en el campo que era el Calvario. Desde ese momento, todo había cambiado para él. Se había vuelto frío, callado y nunca había conseguido amar de nuevo. Cuando los vecinos le preguntaban por sus hijas, este les decía que se las había llevado la peor enfermedad: la guerra.

Aunque el tiempo había pasado, Fausto no había cambiado. Su misericordioso acto le atormentaba incesantemente, a cada momento, y apenas el descansar ante sus hijas le aliviaba. No mucha gente pasaba por el Calvario. Un día, una chiquilla de apenas 6 años y su madre cruzaron antes los ojos de Fausto. La pequeña corría y saltaba, y hablaba con ella misma como solo los inocentes niños saben hacer. Desde entonces, y casi diariamente, ambas paseaban por el Calvario.

Tras un tiempo, Fausto comenzó a fijarse más en la pequeña, pues siempre jugaba frente a él. Quizás le recordaba a su querida Dolores, que, cuando fue “liberada”, tenía la misma edad que la niña. Una tarde, la pequeña se quedó mirando fijamente a Fausto. Este, con cierta curiosidad, le preguntó que qué miraba. La única respuesta de la niña fue, tras unos saltitos para acercarse, otra pregunta: su nombre. Fausto le respondió, e inquirió lo mismo. La pequeña se llamaba Marta y tenía seis años, que mostró tiernamente con sus dedos. Justo después, volvió al lugar de donde venía y siguió jugando alegremente, arrancando unas flores del suelo y hablando sin cesar. Una pequeña amistad había surgido entre ambos, la cual libraba ligeramente a Fausto de sus remordimientos, pues le daba algo de distracción. Todos los días que Marta paseaba con su madre acababa acercándose a Fausto, preguntándole cualquier cosa que solo ella, en su infantil mente, entendía. “¿Tienes comida?”, le preguntó un día la pequeña. Fausto, que no se esperaba aquello, solo pudo darle un caramelo que guardaba en su bolsillo. Marta corrió a su constante lugar de juego y tiró el dulce al suelo.

Una tarde de verano, Fausto no pudo aguantar su curiosidad. “¿Qué haces, Marta?”. La niña, como pudo, le contestó: “Estoy jugando con mis amigas a papás y mamás. Yo soy la mamá, y ellas tienen mucha hambre, y les doy de comer, y las tapo cuando tienen frío, y me quieren mucho mucho”. El anciano, sorprendido y asustado por la imaginación de la niña, le preguntó lentamente: “¿Cómo se llaman tus amigas?”. Marta se acercó un poco y se lo dijo: “Se llaman Ana y Dolores. Yo quería que fuéramos todos amigos, pero no quieren acercarse a ti. Dicen que les das miedo”. Las lágrimas, de nuevo, como hace tantos años, recorrían el rostro del anciano. Fausto sonrió con una infinita tristeza, se levantó y, tranquilamente, se fue. Madre e hija volvieron al día siguiente, tomando su habitual paseo. Nunca más vieron a Fausto.

jueves, 2 de noviembre de 2017

Calma.

Un ligero vapor envolvía las entrañas de la caverna. La temperatura era perfecta, ni un grado más ni un grado menos del necesario. El mago se deslizaba de forma mortalmente silenciosa. Si no lo estuviera viendo, Alma creería estar sola.

Tras unos instantes de incertidumbre, el mago se acercó. Alma podía sentir cada uno de los átomos del mago vibrando frente a ella. Cuando sus miradas se cruzaron, Alma pudo comprender que él tenía un poder absoluto, un poder capaz de destruir hasta la más mísera forma de existencia y, quizás,
 también de crearla. El mago, al fin, silenció al silencio:

— ¿Qué haces aquí? - preguntó, con una voz firme y grave, pero acogedora -.

— No lo sé. Ni siquiera sé dónde estoy. -Alma respondió. No sabía cómo, pero lo hizo sin abrir la boca -.

— ¿Estás en mi hogar? ¿O quizás sea yo el que está de visita en el tuyo? No importa. - El mago giró sobre sí mismo lentamente -. ¿Por qué estoy yo aquí?

—  No lo sé. No sé qué ha cambiado. - dijo Alma, movida por un impulso casi externo a su ser -.

La risa del mago envolvió la sala hasta recorrer cada uno de sus rincones. Tras ello, volvió a hablar:

— Las serpientes se deshacen de su piel cada cierto tiempo. - Un silencio sepulcral recorrió el ser de Alma. -. Cuando algo se transforma, ¿se deforma?

— No lo sé. Dímelo. Yo no lo sé.

— Cuando algo se transforma, ¿cambia hasta su ser más profundo? ¿O sólo se retuerce, se desgarra, se desmonta, se despieza y renace su superficie?

— No lo sé. Quiero que me cuentes todo. - Alma respiró profundamente. El mago le daba miedo, aunque no sabía por qué -. Todo, todo, todo.

 — ¿Qué quieres saber? Dímelo, dime, ¿qué quieres saber? - El mago se acercó de nuevo a Alma, de una forma brusca-.

— No lo sé. Todo. - Alma empezó a temblar muy ligeramente. Una sensación extraña empezó a recorrerla desde abajo -.

Un segundo después, Alma empezó a andar lentamente, formando círculos alrededor del mago.

— Cuando las serpientes mudan su piel, ¿qué hacen con sus antiguas escamas? - El mago seguía con la mirada a Alma. De repente, comenzó a hacer palmas al son de los pasos de ella.

— No lo sé. Pero quiero conocer la respuesta. Todas las respuestas. -. Los pasos de Alma se aceleraron. Dentro de poco estaría corriendo-.

— Cuando las serpientes se deshacen de su piel, ¿para qué la usan? ¿A dónde la llevan? ¿Por qué la cambian? - Las palmas se hicieron más fuertes a medida que las pisadas de Alma aumentaban su velocidad. La caverna retumbaba -.

— No lo sé. Esperaba que tú me lo dijeras. Porque yo, yo, yo no lo sé.

Las palmadas del mago eran tan fuertes y las pisadas de Alma tan rápidas, que la caverna empezó a derrumbarse. Pero ellos no pararían en ningún momento. 
Tiempo después, mucho, muchísimo tiempo después, el mago alzó de nuevo la voz.

— ¿Qué has aprendido? - Inquirió gritando. Sus manos chocaban entre sí con tal fuerza que de esa forma transmitía las palabras. - ¿Lo sabes ya? ¿Qué harás con tus pieles muertas?

Alma miró fijamente a los ojos del mago. 

— ¡No lo sé! - gritó Alma, antes de quedar sepultada bajo las rocas.

El silencio reinó de nuevo, y reinaría por un tiempo, sobre la eterna duda y la infinita incomprensión. Pero, solamente, hasta que el eco del derrumbe rebotase en alguna pared.

jueves, 31 de agosto de 2017

Doce columnas.

Te escondes tras una
de las doce columnas
de la estación.

Te pierdo y te busco,
te encuentro y te pierdo,
te busco y me buscas,
y empiezo a contar.

Tras la primera columna
no enfrento tus ojos,
a veces bosque, y otras mar.

Tras la segunda columna
no encuentro tu piel,
suave, blanca,
perfecta para morder.

Tras la tercera columna
no vi tus pecas: constelaciones
que siempre quise recorrer.

Tras la cuarta columna
te hallo, y tras mi sonrisa
te vas; y te sigue una brisa
que me revuelve el pelo.

Tras la quinta columna
se perdió esa risa, la que
guardas con tanto celo.

Tras la sexta columna
desaparecieron tus manos,
pero quiero sostenerlas
y volver a su calor.

Tras la séptima columna
no adivino tus labios, pero
sí quiero adivinar su sabor.

Tras la octava columna
nos volvemos a ver,
me alegro, te alegras,
y te vuelves a esconder.

Tras la novena columna
¿no está ahí tu voz?
La oí, ya no sé qué hacer.

Tras la décima columna
se escondió de mí tu aliento pues,
para que fuera mi alimento,
entero me lo quise beber.

Tras la undécima columna
esquiva tu pelo mi presencia;
y eso me sirve de escarmiento.

Al girar el último pilar,
de cara te tengo por fin,
ya no puedes escapar,
ya no tienes donde huir.

¿Te puedo robar un beso?
Que pregunta tan tonta, ¿verdad?
No debo pedir permiso
si se trata de robar.

Me abrazas, y te abrazo,
y me miras otra vez.
Cuentas las doce columnas
y, de nuevo, a correr.

domingo, 13 de agosto de 2017

Divagabundo.

Este es un pequeño relato y/o divagación escrito hace un tiempo, para un concurso de relato corto, pero que me apetece compartir aquí porque personalmente me gustó. Es un poco extraño, pero espero que lo disfrutes.

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Los primeros rayos de sol arañaron al joven dormido cerca de las seis de la mañana, y como todas las mañanas, los ignoró y no despertó. Él vivía casi exclusivamente en las noches, pero si bajara la persiana jamás sentiría la luz natural.

Cerca de las seis, pero esta vez de la tarde, el joven despertó. Como cada día, justo al levantarse de la cama se miró al espejo y se hizo la eterna pregunta que cada despertar intentaba responder. "¿Qué soy?". Podría decir que es una "persona", pero quizá ese fuera un concepto inventado por el ser humano, por lo que no le servía. Podría pensar que es un "animal", mamífero bípedo, social, etcétera. Y quizá ese fuera un concepto demasiado material.

Pensando y repensando llegó a una conclusión. "La pregunta no es qué soy. La pregunta es quién soy, porque indudablemente soy algo, ¿pero soy alguien?". Comenzó a recordar sus actos. "¿Qué he hecho por mí y por los demás? Tengo 27 años, vivo completamente solo y aislado de los otros, por voluntad propia. He sido pintor y compositor, pero ya no sé si lo soy, porque hace tiempo que no pinto ni compongo. Nunca me ha agradado mi familia, nunca tuve un verdadero amor. Antes creía en los románticos ideales que elevaban a los artistas a la posición de dioses, siendo capaces de crear, pero ahora solo pienso que los artistas no crean, sino que reflejan, y nunca acertadamente. No existe nada creado por un humano que no tenga un mínimo matiz personal, y eso ya corrompe el reflejo. Por otro lado, los dioses no pueden existir, y mucho menos ser humanos o incluso un ser vivo. Los dioses deberían ser objetos inanimados, como una piedra o el Sol, lejos de todo instinto y deseo, más cerca de la perfección." El joven volvió a mirar su rostro en el espejo, estudiándolo cuidadosamente. "El verdadero motivo por el que los dioses no pueden ser reales es que la perfección es imperfecta, porque no puede existir. Lo seres vivos morirán, la piedra se erosionará y el Sol se apagará.".

Tras largo rato pensando, se fijó en uno de sus cuadros. Era una luna colocada sobre un cucurucho. Siempre le había hecho gracia pensar que esa imagen le dejaba "helado". De repente una idea se encendió en su mente. Quizá sí hubiera una forma de crear dioses. Cogió un pequeño trozo de papel junto con un bolígrafo y escribió:

"Había un Sol que nunca se apagó".

Ese trozo de papel, aunque se rompiera y ardiera, lo único que haría sería olvidar a ese nuevo "dios". Pero ese Sol nunca se apagaría. Y pensó: "Entonces, las ideas plasmadas pueden ser eternas... y se acercan más a la perfección. Un ser sin deseos ni instintos, y además eterno, puede ser un dios. Pero yo, que soy un ser vivo y humano, y además una idea plasmada en un relato, no me acerco tanto. Aunque, ¿no pueden los dioses crear? Al igual que ese Sol ayuda a crear vida, yo he creado a ese Sol. Y mi creador, ¿habrá sido creado también? Y...

Y, entre tanto pensar, el joven cayó dormido de nuevo, justo cuando los primeros rayos de Sol comenzaban a arañarle. 

domingo, 30 de julio de 2017

Roto, monótono e infinito gris oscuro.

Abrió lentamente los ojos, con pesar, intentado acostumbrarse a la tenue luz azulada procedente del techo. Durante unos segundos, o minutos, no hizo ningún movimiento, simplemente observó su alrededor. A ambos lados de su cuerpo se alzaban unos muros de lo que parecía cemento gris, agrietado y algo mohoso por el paso del tiempo. Estos muros se cerraban en un techo del mismo material, en el cual se encontraban incrustadas una hilera de lámparas fluorescentes. Entre pared y pared apenas había tres metros.
Entonces reaccionó. Una seca tos atravesó su garganta, acompañada de un agudo dolor en el pecho. Tras la tos, intentó levantarse y a duras penas lo consiguió. Tenía miedo. El techo era lo suficientemente alto y las luces lo suficientemente viejas como para que no se pudiera distinguir nada más allá de dos metros. Se dió la vuelta y lo único que vió fue una pared idéntica a las demás.
No sabía dónde estaba ni cómo había llegado allí. La sed y el hambre afloraban, por lo que debía haber pasado demasiado tiempo inconsciente. Tenía mucha ganas de llorar y gritar, el mero hecho de imaginarse en un lugar así le causaba pánico. Sufría claustrofobia.
Tras varios intentos de calmarse creyó conseguirlo, al menos por un rato. Necesitaba salir de allí y lo único que podía hacer era seguir el pasillo, junto a la sed, el hambre y el dolor. Empezó a caminar.
Tras un rato andando, observó que las paredes no tenían ningún tipo de adorno, eran de un roto, monótono e infinito gris oscuro. El suelo tenía un color similar y estaba lleno de polvo. Al frente solo había oscuridad, de la que brotaba más y más pasillo. La oscuridad tampoco era su amiga, pero el horror a estar entre paredes tan estrechas superaba cualquier otro miedo. El pasillo se hacía interminable. Pero tenía que continuar.
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No sabía cuanto tiempo llevaba andando. Si seguía así iba a morir de sed, de hambre o de cansancio. Habían pasado horas, probablemente días. Días observando el gris de las paredes, el polvo del suelo y el continuo zumbido de los tubos fluorescentes, que de vez en cuando parpadeaban. Ni una puerta, ni una ventana, no había nada en aquel eterno pasillo. A sus espaldas y delante, solo oscuridad.
Muchos metros después, pensó que lo mejor era dejarse morir allí. Sentarse en el frío suelo y consumirse lentamente. De todas formas, ya no le quedaba mucho para morir. Incluso se paró durante unos segundos considerando esa opción de forma seria. Pero la frágil llama de la esperanza le animó a seguir unos metros más. Puede que pronto encontrara la salida.
Estaba muy débil. Muy, muy débil, cuando creyó vislumbrar el final. La alegria inundó su cuerpo, la adrenalina le dió el último impulso y comenzó a correr, si ya se podía llamar así. Después de todo, podía sobrevivir. Había llegado al final del pasillo. Mientras se acercaba, lo más rápido que podía, su cara pasó de la alegría esperanzadora a un horror destructivo.
Ante su cuerpo se alzaba un muro de un roto, monótono e infinito gris oscuro.

lunes, 17 de julio de 2017

Post-postmortem.


Este es un pequeño relato que escribí hace más de un año, pero que he encontrado ahora y me pareció curioso compartirlo.
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Desperté de pronto en la oscuridad. Al cabo de un corto tiempo, mis ojos se acostumbraron a la falta de luz, pero no pude vislumbrar más que una pared justo encima de mi. Apenas me podía mover, estaba atrapado en una especie de caja, estaba... enterrado.

Ahora lo recuerdo, ayer morí. No se cual fue la causa exacta, simplemente dormía en mi cama cuando un dolor agudo me invadió, y acabó con mi vida sin prisa. Pero, he muerto... ¿qué hago aquí? Poco o mucho tiempo después, ya que no tenía noción de él, una sensación de adrenalina extrema recorrió mi cuerpo, de forma repentina. Empecé a retorcerme en el poco espacio que tenía, hasta que quedé inerte de nuevo.

Pude salir de la caja, simplemente atravesándola. Ahora no era materia, sino energía, y podía "moverme" a mi antojo. No se como podía ver u oír, pero pronto no me hizo falta observar o escuchar nada. No me movía a voluntad, sino que ascendía, hacia el cielo, cada vez más rápido, hasta que viajaba más rápido que la luz. Paré en seco un rato después, aún sin voluntad, rodeado de extrema claridad. ¿Era esto el cielo?

El tiempo y el espacio no existían allí, por lo que ningún humano puede entender mi estancia en ese lugar. Simplemente, en un momento, una voz surgió: "Has vuelto aquí. Otra vez. Ya era hora." Intenté comunicarme, y aunque no sé como lo hice, dije: "Esto es el cielo, ¿verdad? Me equivoqué, Dios si existía."

La voz retornó riéndose: "Yo soy Dios, sí. Y yo soy tú. Yo soy todo y tú has sido y serás todo. Has sido el primer humano y serás el último. Has sido Hitler y los judíos, Stalin y las revoluciones, Ghandi, has sido Napoleón y Jesucristo, has sido la Inquisición. Ahora, vuelve a vivir, baja de nuevo y encárnate otra vez". Casi mudo, solo pude responder: "¿Cuál es el sentido de la vida?" La voz, grave y potente, retumbó en mí: "¿El sentido de la vida? Morir".

lunes, 10 de julio de 2017

O2.

La hoguera se encendió
y se oxigenó.
Crecía, se alimentaba,
crujía, nos calentaba.
Almas ardieron.
Cuerpos llamearon.
Hasta las cenizas se quemaron.

Pero el oxígeno no era infinito.
Necesitábamos respirar,
y la hoguera parpadeó
hasta expirar.
No nos cegó su viva intensidad.
Lo hizo, después, la oscuridad.

lunes, 3 de julio de 2017

Estado crítico.

Necesitas despertar del sopor
eterno de la inocuidad.
Es necesario todo el posible dolor
para poder ver la verdad.

La inofensividad nos relaja demasiado,
nos aturde, nos convierte en descuidados
pasajeros de la vida que a lo lejos observan como ningún mal se aleja.

¿Escuchar o luchar? ¿O son sinónimos?

Nuestro estado es crítico pero no criticamos a nuestro Estado.
Nuestro estado es crítico pero no es crítico nuestro pensamiento.

¿En qué te han sumido?

Porque te han mentido, engañado, utilizado, manipulado.
No sé por qué uso el pasado si nuestro presente es calcado.

Pero lo peor es que lo amamos,
pues a ello estamos acostumbrados:
el profesor se convertía en dictador
cuando el mismo dictado copiábamos.

La clonación se consiguió con éxito,
no hace falta investigar más,
lleva presente muchos años,
desde el triunfo del capital.

AMA LA DIFERENCIA Y LA REVOLUCIÓN.









lunes, 19 de junio de 2017

Mujer loba.

Las leyendas siempre hablan del hombre lobo, pero no cuentan la verdadera historia, la de la mujer loba, porque le tienen miedo, le tienen fobia.

La mujer loba, que con sus garras
agarra y desgarra las injusticias;
que, cuando se inquieta, equilibra
el desequilibrio con lucha, tras la
escucha del necesitado y el oprimido.

La mujer loba que en la noche,
de luna llena, vacía, menguante
o eclipsada, oye susurros con reproches
que le duelen y no le dejan dormir.
Aulla pero no arrulla su dolor.

Nunca tuerce su brazo, sino su sino, forjando en su propio destino
la justicia, la libertad y la igualdad.

Mujer loba a la que enaltecer es
la que de un mordisco calla al tirano.
Mujer loba a la que engrandecer es
la que de un zarpazo muestra su fuerza.

Todos conocemos a una mujer loba,
pues no necesitan esconderse en la noche para devorar a nadie.

Ellas lo que quieren es no ser devoradas.

miércoles, 14 de junio de 2017

Ceguera requerida.

¿Por qué tanto velo?
¿Por qué tanta máscara?
¿Por qué tanto engaño?

¿Por qué todo falso?

El silencio se quedó callado
ante los gritos de nuestras pupilas.
El miedo se escondió asustado
ante las súplicas de tus mentiras.

Y yo me hallaba, si me hallaba,
confuso, errante, difuso,
herido, opaco, perdido.
Así me encontraba, si me encontraba.

Ver soberbia donde esperaba amor:
verso errado, equivocado, anótalo.

A esperar lo esperado fui condenado.

Pero no te echo de menos,
ni tampoco te echo de más.

Grábalo a fuego:
me echaste tú.

martes, 13 de junio de 2017

De nada.

Nada más decadente
que mirar por la ventana
y que te salude la nada
desde dentro de tu mente.

Discurriendo, lenta mente,
preguntándose por qué,
si no hay nada de nada,
en la nada me ahogaré.

Nadar no sirve de nada,
ni leer, tocar, correr.
Pues entonces, yo increpo:
¿así he de perecer?

No, me niego, me rebelo,
en la nada nadaré,
hasta dar con el retorno
de la nada de la fe.

lunes, 12 de junio de 2017

Llevo en soledad la edad del Sol.

Llevo en soledad la edad del Sol.
Acosado por la luna hiena,
que mutila con su risa,
perseguido por la lluvia
que borra las huellas, por la brisa
que corre por mis venas
cuando huelo tu sonrisa.

Llevo en soledad la edad del Sol.

Cuando un fantasma aparece,
como ser ideal,
tan fugaz como las estrellas
termina su realidad,
pues las sombras, sombras son,
efímera efimeridad.

Ni la batuta del maestro,
ni la muñeca en frenesí,
son capaces de seguir
la canción que hay en ti.
Pues la escala musical
nunca fue una escalera.
Ni la necesité, cuando miré
y vislumbré lo que ya queda.

La chispa de la vida
no nació de una hoguera,
sino del choque de dos rocas
en la fría oscuridad.

Y si el arte de Marte
consistía en amarte,
yo he perdido la guerra, la lanza
y el escudo.

Pero en pie, con la vista fija,
ya sin nada que perder,
como un suicida muerto en vida,
tras el “uno, dos y tres”,
arranco la rosa de tus miradas
de la arboleda de mi ser,
para que, por sí sola,
nunca pueda perecer.