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martes, 26 de diciembre de 2017

Canto de la lluvia y gris de la pared.

Tengo frío, vuelvo a temblar bajo mi techo gris. Allí oigo el canto de la lluvia, el cual ya conozco de memoria, pues es siempre el mismo, pero exactamente por eso me reconforta y me ayuda a sobrellevar mi existencia.

Recorro la ciudad de forma cíclica y metódica. Cruzo la esquina de la séptima avenida siempre a las seis en punto, bajo las escaleras húmedas a las nueve menos cuarto y ya a las once y media me encuentro tumbado bajo mi techo gris. El murmullo incesante de muchas lenguas me acompaña en mi viaje. Y esto es siempre así.

A pesar del frío y la rutina, me gusta esta vida. De hecho, no podría existir si no fuera de esta forma. Los tonos grisáceos y el canto de la lluvia son mi motor y mi esencia, y son ellos los que me impulsan y me permiten vivir. Si tuviera miedo de algo, sería de perderlos.

La ciudad luce desinfectada, limpia, pura, ausente, como un marco paisajístico ajeno al ser. Las personas, los seres que la concurren y la transitan, irradian un hedor a corrupción, desequilibrio, impureza, destrucción, como unos personajes abocados al caos y el desorden. Pero se necesitan el uno al otro.

La ciudad sin sus seres sería una mera decoración en el vacío infinito, una bomba de silencio, pues nadie podría contemplarla y adorarla o desear destruirla, y los sonidos de las vastas lenguas no rozarían sus paredes. Ni siquiera se podría hablar de la ciudad, pues sin los seres es solo un sinsentido indefinible.

Los seres sin su ciudad serían puro caos, aniquilación del mínimo orden en su máxima expresión, un torbellino de oscuridad deslumbrante e infinita locura, y un colapso de sonidos que mataría a la propia música. Ni siquiera se podría hablar de los seres, pues sin la ciudad son sólo polvo de estrellas maligno.

Yo viajo entre el gris de las paredes y bailo al son del canto de la lluvia, navego en las sombras de los seres caminantes y nado en sus sonidos. Paso frío bajo mi techo. Siento, sé que siento, puedo saborear los colores de la Luna, puedo oír el Mar de Luz desde mi cama y llevar al viento al orgasmo con delicadeza. Siento, es cierto que siento, y eso me hace existir, y tras cientos de tiempos acechando a la ciudad y sus seres, al fin me he atrevido a vivir bajo su techo.

Ven a visitarme, por favor.

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