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jueves, 19 de noviembre de 2020

El paseo de Ramón.

Ramón se despertó con un dolor de cabeza impresionante, tirado en una acera. No sabía qué había pasado, pero a su alrededor podía ver manchas de sangre seca y un trozo de tela destrozado. Cuando se puso de pie, un mareo intenso le recorrió todo el cuerpo, haciéndole tambalear.

En realidad, Ramón ya estaba acostumbrado a eso. Cada mañana despertaba de la misma forma, tumbado en una acera. Sin embargo, cada vez le acompañaba algo distinto. Hoy era un trozo de tela, ayer fue una televisión portátil y mañana sería un cassette de Nino Bravo. Eso sí, las manchas de sangre seca siempre estaban ahí.

Tras recomponerse, Ramón comenzó a caminar por la acera. Doce árboles grises adornaban el camino, si es que a eso se le podía llamar adornar. Árboles escuchimizados, podridos, que el ayuntamiento había mandado plantar unos días atrás. <<¡En esta ciudad no hay cabida para la belleza!>>, clamaba la alcaldesa cada vez que le preguntaban por los árboles. Y Ramón estaba de acuerdo.

Escarbando en sus bolsillos encontró un par de euros bastante sucios, casi mohosos. Tuvo que decidir si gastarlos en las tragaperras o en un café con leche. Escogió el café; hoy tocaba drogarse. Vagamente le sonaba que había una cafetería en la Esquina del Trasto, la zona de la ciudad donde más accidentes de tráfico se habían producido hasta ahora. Se puso en marcha hacia allá, cojeando cada tres pasos.


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Unos diez minutos más tarde llegó a la puerta del “Cafre Café”. Entró sin pensarlo demasiado, pues de lo contrario quizás se arrepentiría.

Una semioscuridad espesa inundaba todo el local. En las paredes colgaban marcos sin fotos, tapando los huecos por donde las ratas solían entrar. Un poco más alejado, un cuadro gigante del Fary era velado por un pequeño altar, el cual tenía encima una vela negra encendida.

Ramón se acercó a la barra, donde una “persona” totalmente calva y con un tono de piel casi azulado miraba al infinito, mientras fregaba un vaso partido por la mitad con una bayeta llena de polvo. Tras unos segundos de duda, Ramón se acercó y se dirigió al barman:

— Perdone, ¿podría ponerme un café?

— Hhggg… sss… — el “hombre” giró lentamente hacia Ramón, y se quedó mirándole.

— Un café, por favor. Un café. Con leche. — Ramón empezó a dudar sobre si allí podría tomar su café.

El barman se giró sobre sí mismo con parsimonia. Se acercó a una máquina oxidada y le dió un par de golpes en seco. La maquina vibró. Puso una taza bajo el grifo de la máquina y unos segundos después el café estaba listo. El “hombre” llevó la taza a Ramón, y la soltó en la barra con tal fuerza que medio café quedó desparramado por ella.

— ¡Joder! Me has derramado el café, gilipollas. — dijo Ramón, enfadado —. Y encima no me has echado la leche. ¡Ponme otro!

El barman se acercó de nuevo. Cogió la taza con una mano y la puso a la altura de la barra, mientras que con la otra intentaba empujar el líquido derramado, para devolverlo al interior de la taza. Cuando terminó, tras escurrir unas gotas de su manga, le devolvió el café a Ramón.

Ramón empezó a sentir náuseas ante tal acto. Sin mediar palabra, se levantó y se acercó como pudo al cuarto de baño. El baño era todo lo contrario a un baño. Ramón pensó que era un <<cuarto de ensuciarse>> segundos antes de echar lo poco que tenía en el estómago al váter. No era el primero.

Salió del baño determinado a irse de allí, cuando vió algo de lo que no se había percatado antes. A la derecha del altar al Fary había una máquina tragaperras preciosa. Los botones estaban hechos de diamante cincelado, los adornos de la caja mostraban una escena idílica para Ramón, una playa paradisíaca con un par de hermosas mujeres en bikini. Relamiéndose, se acercó sin pensarlo, mientras aún comprobaba que tenía los dos euros en el bolsillo.

Unas instrucciones grabadas en el frontal de la máquina decían lo siguiente: <<Pulse el botón de “Jugar” y la ruleta empezará a girar. Pero antes, asegúrese de haber introducido dos euros por la ranura correspondiente. Pero antes, asegúrese de estar en sus plenas facultades para participar en un juego de azar. Pero antes, asegúrese de tener una red social donde apoyarse en caso de caer en adicción. Pero antes, asegúrese de contar con la atención necesaria a la porción de población adicta por parte del Estado o gobierno en legislación. Nos preocupamos por usted. >>

Ramón nunca había aprendido a leer, y los garabatos que adornaban la máquina le parecieron espléndidos, muy hermosos. Intuyó que debía introducir los dos euros en la máquina y, como le habían enseñado, debía pulsar el botón central.

Cuando la ruleta comenzó a girar, Ramón no podía apartar la vista de los colores y luces que brotaban por cada rendija de la máquina. El primer giro no tuvo recompensa. En línea se mostraban tres imágenes: una cabra, un biberón y una cruz cristiana. Ramón sabía que sólo si las tres imágenes eran iguales ganaría algún premio. El segundo giro tampoco fue afortunado. Esta vez, otras tres imágenes distintas se habían alineado: una sierra metálica redondeada, una montaña con un castillo derruido encima y una esvástica. Ramón tragó saliva, asustado.

Si el tercer giro no era premiado perdería sus dos euros, y era lo único que le quedaba. Con algo de miedo, Ramón pulsó el botón para dar comienzo al tercer giro. Unos segundos después, las tres figuras alineadas eran iguales: tres cabezas de bebés sonrientes, con unos mofletes gorditos. La máquina empezó a emitir un fuerte sonido de victoria, muy alegre, aunque algo estridente.

Ramón no podía creerlo. Al fin, al fin lo había conseguido. El dinero empezó a caer de la máquina, aunque Ramón no sabía cuánto esperar. Quizás fuera el premio más bajo, quizás sólo recuperara los dos euros. Sin embargo, el dinero cayó y cayó, sin parar. Un euro tras otro repiqueteaba contra la bandeja metálica de la máquina.

<<¡Soy rico, joder, rico!>> pensó Ramón. <<Con este dinero podré empezar de 0. Me compraré un traje, alquilaré una habitación de hotel y me prepararé para buscar trabajo. De hecho, quizás podría estudiar un poco antes, podría hacer algún curso de electricidad o informática, que está muy de moda. Sí. Pensándolo mejor, podría alquilar un apartamento y vivir allí, estudiar una carrera y después buscar trabajo. Saldré de fiesta los viernes e intentaré encontrar a una chica que me quiera para, cuando empiece a trabajar, poder tener uno o dos hijos y formar una familia.>>

El dinero no dejaba de caer. Ya rebosaba la bandeja y saltaba al suelo, amontonándose a los pies de Ramón. <<Después de estudiar y formar una familia quiero tener mi propia empresa. Ojalá mi padre siguiera vivo, porque estaría muy orgulloso de mí ahora. Quiero una empresa de sillones, que eso siempre se va a vender. Me podré sentar en mi sillón de jefe mientras mis empleados trabajan sin descanso. Que sufran lo que yo he sufrido, ¡este es mi momento!>>, seguía pensando Ramón.

Clank, clank, clank. Los euros ya formaban un gran montón en el suelo. De hecho, había tanto dinero que no parecía posible que hubiera salido de la máquina. Mientras Ramón seguía imaginando su brillante futuro, la máquina empezó a temblar. Unos segundos después reventó, y cientas, miles de monedas cayeron al suelo. Pero las monedas no estaban quietas, sino que del propio cúmulo siguieron naciendo más y más monedas.

Esto asustó un poco a Ramón, que nunca había visto nada igual. Miró al barman, que seguía detrás de la barra, mirándole. Sonriendo como buenamente podía y respirando con dificultad.

Las monedas no dejaban de multiplicarse, y ya habían llenado todo el suelo del café, casi cubriendo los pies de Ramón. Este se acercó a la puerta, no sin recoger todas las monedas que podía por el camino, e intentó irse, asustado. Pero la puerta estaba cerrada. El barman empezó a reír, una carcajada gutural que desembocó en una tos horrible.

No existía otro lugar por el que salir del local, por lo que Ramón aceptó su final. Había sido demasiado fácil. Sólo con dos euros no podría haber ganado nunca tanto. Aunque según ha oído, había gente que consiguió levantar todo un imperio desde un simple garaje. Qué suerte la de ellos.

Las monedas ya casi llegaban a la altura de la boca de Ramón. El barman seguía tosiendo, había estado tosiendo todo ese rato, sin parar. Pronto las monedas le harían callar para siempre, de una vez.

Minutos después, Ramón se encontraba sumergido en las monedas. En el fondo no se estaba tan mal, era casi como volver al útero materno. Al menos, Ramón podría decir que había muerto millonario. Un gran honor.

Casi no podía respirar ya cuando una moneda se coló por la garganta de Ramón. Decidió ir camino a los pulmones, para acabar más rápido con todo. Unos segundos después, Ramón ya estaba muerto.

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Ramón se despertó con un dolor de cabeza impresionante, tirado en una acera. No sabía qué había pasado, pero a su alrededor podía ver manchas de sangre seca y un cassette de Nino Bravo. Cuando se puso de pie, un mareo intenso le recorrió todo el cuerpo, haciéndole tambalear.

En realidad, Ramón ya estaba acostumbrado a eso. Cada mañana despertaba de la misma forma, tumbado en una acera. Sin embargo, cada vez le acompañaba algo distinto. Hoy era un cassette de Nino Bravo, ayer fue un trozo de tela y mañana sería una cinta VHS de Harry Potter y la Piedra Filosofal. Eso sí, las manchas de sangre seca siempre estaban ahí.

domingo, 15 de noviembre de 2020

La Muerte y el Lirio

La Muerte paseaba tranquila, sosegada, por aquel esplendoroso lugar. Árboles frutales rebosantes de vida y color se erguían gigantescos y muy quietos, sólo mecidos ligeramente por el suave viento. A pesar de ser muchos, nunca estaban lo suficientemente juntos como para que sus copas taparan demasiado los calientes rayos de sol, que se proyectaban desde el cielo. Un río ligero y transparente corría hasta donde la vista podía alcanzar. La Muerte caminaba a su orilla, descalza, sintiendo el fresco del agua en sus pies. 

A pesar de encontrarse en el lugar más bello de todos, la Muerte se sentía algo triste. Ella sabía que hoy buscaba al Lirio, porque había llegado su momento. Y caminó durante horas, todas las horas necesarias para encontrarle. Y a cada paso, su tristeza aumentaba un poco.

El Lirio no era consciente de nada. Disfrutaba de su alrededor, de él mismo, pensando en su infinitud, de la cual estaba muy seguro. Tenía claro que viviendo allí no podía pasarle nada malo. Ciertamente, a veces grandes corrientes de aire irrumpían sin aviso, empujando a todo ser viviente, casi arrancando algunos de los árboles. Otras veces, negras tormentas agitaban los aires, nubes oscuras que impedían ver los rayos del Sol se cruzaban, y algún relámpago azotaba los aires sin avisar. Pero, al fin y al cabo, allí no podía pasarle nada, pues estos eran procesos naturales que siempre habían existido, y no podían hacerle daño real.

Tras demasiadas horas de paseo, la Muerte finalmente encontró al Lirio. Estaba allí, casi en el centro del mundo, rodeado de otras pequeñas plantas, acariciado por curiosos insectos que jugueteaban a su alrededor. La Muerte observó durante un momento la belleza del Lirio: era una planta hermosa, grande, blanca y azulada. Aunque alguna de sus hojas parecía algo triste, en general transmitía fuerza y seguridad. Nada podía pasarle. 

Pero la Muerte se acercó, se agachó, y con uno de sus dedos rozó al Lirio, casi sin tocarlo. En ese momento, un silbido asustado cruzó el mundo entero. La Muerte suspiró, y sin pensarlo demasiado, acarició uno de los pétalos del Lirio, esta vez de forma firme. En ese momento, un temblor sacudió la tierra, como una queja, un aviso. Los animales que pululaban cerca del lugar salieron nerviosos, asustados, despavoridos. Los insectos volaron lejos de allí, y las plantas se encogieron, casi como si quisieran volver dentro de la tierra.

La Muerte miró al Lirio fijamente durante unos minutos. Entonces, acercó de nuevo su mano, pero esta vez agarró al Lirio por el tallo y lo arrancó de cuajo, sin pensarlo. 

Cuando el Lirio fue arrancado, el cielo se tornó rojo como la sangre de inmediato. Otro temblor, esta vez enorme, partió la tierra en dos, en tres, hasta en cuatro partes. Los animales se volvieron locos, huían hacia ningún lugar a toda prisa. La fruta de los árboles se pudrió de inmediato. Los insectos caían al suelo, envenenados en su propio miedo. El río se secó al instante, soltando un vapor asfixiante y doloroso de respirar. Las montañas se sacudían sobre sí mismas, las nubes tomaron formas demasiado horrorosas para contemplar. 

La Muerte, todavía con el Lirio en la mano, que empezaba a marchitarse, miró al cielo. La Luna y el Sol, que se habían juntado para despedirse, giraban demasiado rápido. Agudizando un poco la vista se podían distinguir enormes cometas, seguidos de una estela rojiza, que impactarían brevemente contra el mundo. La Muerte miró al Lirio, volvió a suspirar, y con un ligero movimiento lo hizo arder en sus manos. Cuando la combustión terminó, lanzó las cenizas del Lirio al mundo, donde reposaría para siempre en secreto.

La Muerte volvió a mirar al cielo, y se cubrió la cara con las manos. Unos segundos después se desvanecía, pensando que, en algún momento, otro Lirio crecería, y en que, probablemente, tendría que venir a por él. 

Justo cuando la Muerte se fue, el primero de los cometas impactó contra la tierra, justo en el lugar donde el Lirio había nacido y crecido, y donde ahora reposaban sus cenizas.