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domingo, 26 de noviembre de 2017

Cacería de la incertidumbre.

Corría, corría y corría. Día y noche, sin tregua. Ella le perseguía. Cruzaba casi volando selvas, desiertos, montañas, paisajes preciosos, espectáculos naturales que enmudecerían a cualquiera.
Pero no podía detenerse a verlos, ni siquiera podía parar a pensar en que podría detenerse a verlos. Sólo podía correr.

Ella llevaba muchísimo tiempo persiguiéndole. De hecho, no existió un momento anterior a la persecución, pues fue lo primero y único que recordaba desde que tiene memoria. Tampoco sabía cuando acabaría. Correr demasiado le agotaba, claro. Pero siempre que estaba a punto de desfallecer, ella se desvanecía. Entonces podía descansar. No mucho tiempo, desde luego, pero sí el suficiente como para reafirmarse y jurarse que esta vez lograría escapar. Cuando empezaba a pensar que quizás todo, al fin, había pasado, ella volvía.

Iba montada sobre un elefante gigante, con un rifle entre sus manos. Reía a carcajadas, de forma terrible y escalofriante, y de manera que él siempre la oía de la forma más clara posible. El elefante no necesitaba correr, pues su altura era tal que una sola zancada recorría muchos, demasiados metros. Ella sostenía el rifle entre las manos y lo colocaba en posición de disparo, apuntando de forma incesante, con un ojo en la mirilla. Él sabía que en cualquier momento, ahora, ahora, o quizás ahora, ella podía disparar, pero nunca lo había hecho.

Todo su tiempo y existencia se resumía en esto. Correr, huir, descansar, esperanzarse, correr, huir.

¿Por qué simplemente no se rendía, se arrodillaba y, mirando a los ojos a su perseguidora, sonreía hasta que todo terminara?

viernes, 10 de noviembre de 2017

Calvario.

Un día más, el Sol caía lentamente y el cielo se amorataba ante los ojos de Fausto. Sentado en la lonja del Calvario, veía cómo las horas pasaban pesadamente, una tras otra, desde hacía demasiados años como para contarlos. Un suspiro, otro, se escapó y se diluyó en el aire. Llevaba demasiado tiempo arrepentido.

Cuando la noche se alzaba, Fausto se levantaba, apoyado en su bastón, y caminaba lentamente hacia su hogar. La edad ya le había cobrado demasiado, y parecía que aún no había terminado. Su vista estaba deteriorada, le era imposible andar sin apoyo y múltiples dolencias le invadían constantemente. Pero no podía, ni un solo día, fallar en su visita al Calvario. Porque allí yacían, enterradas, sus hijas.

Todos los días lo volvía a vivir, en su mente, en el recuerdo. Aquel pasado le acosaba como una maldición que le había acompañado desde siempre y que no acabaría jamás. Los años de la posguerra habían sido duros, incluso más que la propia guerra. Lo peor no era recordar los dolorosos gruñidos de los estómagos vacíos, los robos, necesarios para sobrevivir un día más, entre los que una vez fueron amigos o las terribles enfermedades que habían encontrado su mejor hábitat en el desorden y la suciedad. Lo peor era volver a verse, una y otra vez, con la misma hacha que usaba para cortar madera que les calentara en la mano, cortando el aire para cortar segundos después el cuello de su hija más pequeña, Dolores. Las lágrimas corrían por su rostro, la pena le estrujaba el corazón, pero tenía que hacerlo. No había comida, ni apenas forma de obtenerla. La mayor de sus hijas estaba enferma, y sufría terribles ataques de tos sanguinolenta. No tenían madre, pues esta había desaparecido durante el último año de la guerra y nunca más se supo de ella.

Lo que más le dolió fue la muerte de Ana, su hija mayor. Cuando entró en su dormitorio esta seguía despierta, pero ya no podía detenerse. Viendo las intenciones de su padre, Ana salió corriendo, en un intento desesperado de salvar su vida. Tener que correr tras su propia hija, su mayor amor, para librarla de la mísera vida a la que estaba condenada le dolía y le quemaba como un puñal ardiente atravesando su corazón. Sí, le dolía, pero sabía que era lo más misericordioso y lo mejor para ella. Arrinconada y pidiendo ayuda, perdón y una explicación, sintió cómo el hacha rasgaba la fina piel de su garganta. Pero este golpe no había sido certero y, con sus últimas fuerzas, implorando el perdón de todos los dioses y los demonios, Fausto descargó la hoja contra la tráquea de su hija, a la cual abrazó hasta que se quedó inmóvil. Ahora estaban a salvo.

Recordaba esa misma noche con máximo detalle, cómo había cargado con el cuerpo de sus dos hijas a la madrugada, con el frío y una torpe lluvia como compañeros, y cómo las había enterrado, solemnemente, en el campo que era el Calvario. Desde ese momento, todo había cambiado para él. Se había vuelto frío, callado y nunca había conseguido amar de nuevo. Cuando los vecinos le preguntaban por sus hijas, este les decía que se las había llevado la peor enfermedad: la guerra.

Aunque el tiempo había pasado, Fausto no había cambiado. Su misericordioso acto le atormentaba incesantemente, a cada momento, y apenas el descansar ante sus hijas le aliviaba. No mucha gente pasaba por el Calvario. Un día, una chiquilla de apenas 6 años y su madre cruzaron antes los ojos de Fausto. La pequeña corría y saltaba, y hablaba con ella misma como solo los inocentes niños saben hacer. Desde entonces, y casi diariamente, ambas paseaban por el Calvario.

Tras un tiempo, Fausto comenzó a fijarse más en la pequeña, pues siempre jugaba frente a él. Quizás le recordaba a su querida Dolores, que, cuando fue “liberada”, tenía la misma edad que la niña. Una tarde, la pequeña se quedó mirando fijamente a Fausto. Este, con cierta curiosidad, le preguntó que qué miraba. La única respuesta de la niña fue, tras unos saltitos para acercarse, otra pregunta: su nombre. Fausto le respondió, e inquirió lo mismo. La pequeña se llamaba Marta y tenía seis años, que mostró tiernamente con sus dedos. Justo después, volvió al lugar de donde venía y siguió jugando alegremente, arrancando unas flores del suelo y hablando sin cesar. Una pequeña amistad había surgido entre ambos, la cual libraba ligeramente a Fausto de sus remordimientos, pues le daba algo de distracción. Todos los días que Marta paseaba con su madre acababa acercándose a Fausto, preguntándole cualquier cosa que solo ella, en su infantil mente, entendía. “¿Tienes comida?”, le preguntó un día la pequeña. Fausto, que no se esperaba aquello, solo pudo darle un caramelo que guardaba en su bolsillo. Marta corrió a su constante lugar de juego y tiró el dulce al suelo.

Una tarde de verano, Fausto no pudo aguantar su curiosidad. “¿Qué haces, Marta?”. La niña, como pudo, le contestó: “Estoy jugando con mis amigas a papás y mamás. Yo soy la mamá, y ellas tienen mucha hambre, y les doy de comer, y las tapo cuando tienen frío, y me quieren mucho mucho”. El anciano, sorprendido y asustado por la imaginación de la niña, le preguntó lentamente: “¿Cómo se llaman tus amigas?”. Marta se acercó un poco y se lo dijo: “Se llaman Ana y Dolores. Yo quería que fuéramos todos amigos, pero no quieren acercarse a ti. Dicen que les das miedo”. Las lágrimas, de nuevo, como hace tantos años, recorrían el rostro del anciano. Fausto sonrió con una infinita tristeza, se levantó y, tranquilamente, se fue. Madre e hija volvieron al día siguiente, tomando su habitual paseo. Nunca más vieron a Fausto.

jueves, 2 de noviembre de 2017

Calma.

Un ligero vapor envolvía las entrañas de la caverna. La temperatura era perfecta, ni un grado más ni un grado menos del necesario. El mago se deslizaba de forma mortalmente silenciosa. Si no lo estuviera viendo, Alma creería estar sola.

Tras unos instantes de incertidumbre, el mago se acercó. Alma podía sentir cada uno de los átomos del mago vibrando frente a ella. Cuando sus miradas se cruzaron, Alma pudo comprender que él tenía un poder absoluto, un poder capaz de destruir hasta la más mísera forma de existencia y, quizás,
 también de crearla. El mago, al fin, silenció al silencio:

— ¿Qué haces aquí? - preguntó, con una voz firme y grave, pero acogedora -.

— No lo sé. Ni siquiera sé dónde estoy. -Alma respondió. No sabía cómo, pero lo hizo sin abrir la boca -.

— ¿Estás en mi hogar? ¿O quizás sea yo el que está de visita en el tuyo? No importa. - El mago giró sobre sí mismo lentamente -. ¿Por qué estoy yo aquí?

—  No lo sé. No sé qué ha cambiado. - dijo Alma, movida por un impulso casi externo a su ser -.

La risa del mago envolvió la sala hasta recorrer cada uno de sus rincones. Tras ello, volvió a hablar:

— Las serpientes se deshacen de su piel cada cierto tiempo. - Un silencio sepulcral recorrió el ser de Alma. -. Cuando algo se transforma, ¿se deforma?

— No lo sé. Dímelo. Yo no lo sé.

— Cuando algo se transforma, ¿cambia hasta su ser más profundo? ¿O sólo se retuerce, se desgarra, se desmonta, se despieza y renace su superficie?

— No lo sé. Quiero que me cuentes todo. - Alma respiró profundamente. El mago le daba miedo, aunque no sabía por qué -. Todo, todo, todo.

 — ¿Qué quieres saber? Dímelo, dime, ¿qué quieres saber? - El mago se acercó de nuevo a Alma, de una forma brusca-.

— No lo sé. Todo. - Alma empezó a temblar muy ligeramente. Una sensación extraña empezó a recorrerla desde abajo -.

Un segundo después, Alma empezó a andar lentamente, formando círculos alrededor del mago.

— Cuando las serpientes mudan su piel, ¿qué hacen con sus antiguas escamas? - El mago seguía con la mirada a Alma. De repente, comenzó a hacer palmas al son de los pasos de ella.

— No lo sé. Pero quiero conocer la respuesta. Todas las respuestas. -. Los pasos de Alma se aceleraron. Dentro de poco estaría corriendo-.

— Cuando las serpientes se deshacen de su piel, ¿para qué la usan? ¿A dónde la llevan? ¿Por qué la cambian? - Las palmas se hicieron más fuertes a medida que las pisadas de Alma aumentaban su velocidad. La caverna retumbaba -.

— No lo sé. Esperaba que tú me lo dijeras. Porque yo, yo, yo no lo sé.

Las palmadas del mago eran tan fuertes y las pisadas de Alma tan rápidas, que la caverna empezó a derrumbarse. Pero ellos no pararían en ningún momento. 
Tiempo después, mucho, muchísimo tiempo después, el mago alzó de nuevo la voz.

— ¿Qué has aprendido? - Inquirió gritando. Sus manos chocaban entre sí con tal fuerza que de esa forma transmitía las palabras. - ¿Lo sabes ya? ¿Qué harás con tus pieles muertas?

Alma miró fijamente a los ojos del mago. 

— ¡No lo sé! - gritó Alma, antes de quedar sepultada bajo las rocas.

El silencio reinó de nuevo, y reinaría por un tiempo, sobre la eterna duda y la infinita incomprensión. Pero, solamente, hasta que el eco del derrumbe rebotase en alguna pared.