Las hojas, de un anaranjado
rojo oscuro, caen perpetuamente, como un reloj circular y su tic-tac,
a cada lado del camino. La blancazulada niebla envuelve todo, todo.
Abraza las hojas, los árboles, el camino, a ti y a mí. También
nosotros nos abrazamos. Y un tiempo después, dejamos de hacerlo.
Te miro y me devuelves la mirada, no vaya a ser que te quedes con ella y no pueda volverte a mirar. Te sonrío para devolverte tu sonrisa, no quisiera quedarme con ella y que no puedas volverme a sonreír. Uno le ofrece la mano al otro y empezamos a marchar en línea recta, siguiendo el camino.
La niebla es densa, aunque me permite ver bien tu rostro, tu cuerpo y, sobre todo, tu mente. No puedo decir lo mismo del camino, que podría dejar de existir tres pasos más allá y no me daría cuenta hasta estar cayendo en el vacío. Las hojas tampoco son visibles si no me acerco al extremo del recto sendero, pero sí que se oyen caer al suelo y crujir al ser pisadas por algo o alguien invisible.
A pesar de ser este un camino ideado para la reflexión solitaria, estas aquí conmigo. Quizás sea lo mejor para una reflexión más sentimental, menos racional. Cuando somos dos, estos pensamientos deben formularse en voz alta, para atacarlos fácilmente desde dos flancos a la vez, pues no siguen la acostumbrada lógica unidireccional y unívoca.
Te miro y me devuelves la mirada, no vaya a ser que te quedes con ella y no pueda volverte a mirar. Te sonrío para devolverte tu sonrisa, no quisiera quedarme con ella y que no puedas volverme a sonreír. Uno le ofrece la mano al otro y empezamos a marchar en línea recta, siguiendo el camino.
La niebla es densa, aunque me permite ver bien tu rostro, tu cuerpo y, sobre todo, tu mente. No puedo decir lo mismo del camino, que podría dejar de existir tres pasos más allá y no me daría cuenta hasta estar cayendo en el vacío. Las hojas tampoco son visibles si no me acerco al extremo del recto sendero, pero sí que se oyen caer al suelo y crujir al ser pisadas por algo o alguien invisible.
A pesar de ser este un camino ideado para la reflexión solitaria, estas aquí conmigo. Quizás sea lo mejor para una reflexión más sentimental, menos racional. Cuando somos dos, estos pensamientos deben formularse en voz alta, para atacarlos fácilmente desde dos flancos a la vez, pues no siguen la acostumbrada lógica unidireccional y unívoca.
Ninguno quiere turbar el
hipnotizante sonido de las hojas cayendo. Es agradable. Es
reconfortante. Es casi deseado. Pero es inevitable romperlo. Uno de
los dos dice algo y poco después ya nos encontramos en una
conversación larga y profunda. A veces nos turnamos, a veces
hablamos a la vez, pero siempre escuchamos todo. Con nuestros pasos
por el camino, y los del reloj por el tiempo, todo fluye
perfectamente, y en nuestro camino interior y personal nacen
bifurcaciones, crecen montañas y se condensan mares.
Tras una pequeña carcajada
de felicidad, provocada al mirarte fijamente, parpadeo y todo es
negro. Al abrir los ojos no sé dónde me encuentro, si es que me
encuentro en algún lugar. Una negrura impermeable me rodea, y al no
tener más opción que caminar en ella, lo hago. Me asusto porque no
estás y porque estoy solo, o quizás porque no sé si estoy solo.
Errabundo, hasta que una pequeña luz blanca y cálida me atrae. Allí
soy consciente de que estoy pisando algún líquido, una fina capa de
lo que parece agua, aunque bajo la luz ese líquido es inexistente y
solo queda piedra yerma.
Un libro grande y cerrado
reposa sobra un tosco pedestal. Me acerco y lo abro, por cualquier
página, pero solo veo símbolos incomprensibles. No entiendo nada,
nada. Como no tengo ningún objetivo en aquel lugar me dedico a
investigar el libro a fondo. Lo abro por la primera página,
amarillenta y totalmente lisa, como si aquel libro no hubiera sido
jamás abierto, ni siquiera para escribirse. Página tras página,
trazos ininteligibles se dibujan y deslizan de una a otra hoja. No
hay nada que hacer con este libro, este es el pensamiento que va
escarbando en mi mente.
De repente, en cualquier
página desconocida, letras que sí conozco se presentan. Leyéndolas,
dicen tal que así:
<<Estás
solo. Aquí, allí, en el camino de la reflexión, en la cueva del
cambio, siempre y para siempre. Estás solo cuando tus átomos
interactuan con otros átomos y vibran y se retuercen de felicidad.
Estás solo cuando lloras, aunque no solo llores cuando estás solo.
Pero no te
preocupes, pues esto es irremediable y solo hay que aceptarlo. Tu
compañía, y la de todos, son los fantasmas mentales, las imágenes
creadas de otros sistemas en tu propio sistema. Quizás es peligroso,
pues estos reflejos cambian a velocidades vertiginosas y pueden
marear la existencia. Solo aprende a convivir con ellos.
Solo
contigo.>>
No soy consciente de cuánto
tiempo transcurrió mientras leía y releía ese pequeño (y único)
fragmento. Cuando las palabras se grabaron a fuego en mi mente y pude
apartar la vista del libro, noté que dos cosas habían cambiado, una
interior y otra exterior.
En mi interior algo se había
encendido, algo que sentía como obvio y primitivo pero que había
estado oculto hasta entonces. El reconocimiento de la soledad que
trasciende las relaciones sociales, de la individualidad
infinitamente desconocida para todos los demás, a veces incluso para
uno mismo. En el exterior algo se había apagado, las luces que
iluminaban el libro. Ya no lo veía, pero otra cosa llamó mi
atención: unas sombras de luz semi-danzantes, moviéndose unos
metros más allá.
Acercándome a esas figuras
descubro que me son familiares. Las observo más de cerca, quizás
con algo de temor, y descubro que son ellos, todos ellos. Los
conozco, claro. Intento dirigirme a alguno en concreto, pero no me
hacen caso, me miran y veo cómo su rostro cambia cien veces en el
mismo instante. Intento hablar más fuerte, más claro, pero nada
funciona. El ritmo de su movimiento aumenta, sus caras son
irreconocibles debido a la velocidad del cambio. De repente, todo
cesa. Ellos se paralizan, cada cambio acaba, y yo abro los ojos.
Y vuelves a estar ahí. Es
lo primero que veo cuando regreso al camino, a ti. Tus ojos están
tristes, mirándome fíjamente pero evitando mi mirada, preguntándose
"por qué". Agacho la cabeza y te abrazo. Un abrazo largo,
firme y aclarador. Pienso si existe la posibilidad de enseñarte lo
que he visto y río amargamente, por dentro. Te observo y tu rostro
quema ese amargamiento, dejando solo la risa.
Poco después, de la mano,
comenzamos a caminar otra vez, junto con las hojas y la niebla. Nos
hacemos preguntas y las intentamos responder, agradecidos de tenernos
para ello. No nos cansamos de seguir la línea recta que lleva al
horizonte. Nuestros dedos se entrelazan más firmemente que nunca.