Un
día más, el Sol caía lentamente y el cielo se amorataba ante los
ojos de Fausto. Sentado en la lonja del Calvario, veía cómo las
horas pasaban pesadamente, una tras otra, desde hacía demasiados
años como para contarlos. Un suspiro, otro, se escapó y se diluyó
en el aire. Llevaba demasiado tiempo arrepentido.
Cuando
la noche se alzaba, Fausto se levantaba, apoyado en su bastón, y
caminaba lentamente hacia su hogar. La edad ya le había cobrado
demasiado, y parecía que aún no había terminado. Su vista estaba
deteriorada, le era imposible andar sin apoyo y múltiples dolencias
le invadían constantemente. Pero no podía, ni un solo día, fallar
en su visita al Calvario. Porque allí yacían, enterradas, sus
hijas.
Todos
los días lo volvía a vivir, en su mente, en el recuerdo. Aquel
pasado le acosaba como una maldición que le había acompañado desde
siempre y que no acabaría jamás. Los años de la posguerra habían
sido duros, incluso más que la propia guerra. Lo peor no era
recordar los dolorosos gruñidos de los estómagos vacíos, los
robos, necesarios
para sobrevivir un día más, entre los que una
vez fueron
amigos o las terribles enfermedades que habían encontrado su mejor
hábitat en el desorden y la suciedad. Lo peor era volver a verse,
una y otra vez, con la misma hacha que usaba para cortar madera que
les calentara en la mano, cortando el aire para cortar segundos
después el
cuello de su hija más pequeña, Dolores. Las lágrimas
corrían por su rostro, la pena le estrujaba el corazón, pero tenía
que hacerlo. No había comida, ni apenas forma de obtenerla. La mayor
de sus hijas estaba enferma, y sufría terribles ataques de tos
sanguinolenta. No tenían madre, pues esta había desaparecido
durante el último año de la guerra y nunca más se supo de ella.
Lo
que más le dolió fue la muerte de Ana, su hija mayor. Cuando entró
en su dormitorio esta seguía despierta, pero ya no podía
detenerse. Viendo las intenciones de su padre, Ana
salió corriendo, en un intento desesperado de salvar su vida. Tener
que correr tras su propia hija, su mayor amor, para librarla
de la mísera vida a la que estaba condenada le dolía y le quemaba
como un puñal ardiente atravesando su corazón. Sí, le dolía, pero
sabía que era lo más misericordioso y lo mejor para ella.
Arrinconada y pidiendo ayuda, perdón y una explicación, sintió
cómo el hacha rasgaba la fina piel de su garganta.
Pero este golpe no había sido certero y, con sus últimas fuerzas,
implorando el perdón de todos los dioses y los demonios, Fausto
descargó la hoja contra la tráquea de su hija, a la cual abrazó
hasta que se quedó inmóvil. Ahora estaban a
salvo.
Recordaba
esa misma noche con máximo detalle, cómo había cargado con el
cuerpo de sus dos hijas a la madrugada, con el frío y una torpe
lluvia como compañeros, y cómo las había enterrado, solemnemente,
en el campo que era el Calvario. Desde
ese momento, todo había cambiado para él.
Se había vuelto frío, callado y nunca había conseguido amar de
nuevo. Cuando los vecinos le preguntaban por sus hijas, este les
decía que se las había llevado la peor enfermedad: la guerra.
Aunque
el tiempo había pasado, Fausto no había cambiado. Su misericordioso
acto le atormentaba incesantemente, a cada momento, y apenas el
descansar ante sus hijas le aliviaba. No
mucha gente pasaba por el Calvario. Un día, una
chiquilla de apenas 6 años y
su madre
cruzaron
antes los ojos de Fausto.
La pequeña corría y saltaba, y hablaba con ella misma como solo los
inocentes niños saben hacer. Desde
entonces, y casi diariamente, ambas paseaban por el Calvario.
Tras
un tiempo, Fausto comenzó a fijarse más en la pequeña, pues
siempre jugaba frente a él. Quizás le recordaba a su querida
Dolores, que, cuando fue “liberada”, tenía la misma edad que la
niña.
Una
tarde, la pequeña se quedó mirando fijamente a Fausto. Este, con
cierta curiosidad, le preguntó que qué miraba. La única respuesta
de la niña fue, tras unos saltitos para acercarse, otra pregunta: su
nombre. Fausto le respondió, e inquirió lo mismo. La pequeña se
llamaba Marta y tenía seis años,
que mostró tiernamente con sus dedos. Justo después, volvió al
lugar de donde venía y siguió jugando alegremente, arrancando unas
flores del suelo y hablando sin cesar. Una
pequeña amistad había surgido entre ambos, la cual libraba
ligeramente a Fausto de sus remordimientos, pues le daba algo de
distracción. Todos los días que Marta paseaba con su madre acababa
acercándose a Fausto, preguntándole cualquier cosa que solo ella,
en su infantil mente, entendía. “¿Tienes comida?”, le preguntó
un día la pequeña. Fausto, que no se esperaba aquello, solo pudo
darle un caramelo
que
guardaba en su bolsillo. Marta corrió a su constante lugar de juego
y tiró el dulce
al suelo.
Una
tarde de verano, Fausto no pudo aguantar su curiosidad. “¿Qué
haces, Marta?”. La niña, como pudo, le contestó: “Estoy jugando
con mis amigas a papás y mamás. Yo
soy la mamá, y ellas tienen mucha hambre, y les doy de comer, y las
tapo cuando tienen frío, y me quieren mucho mucho”.
El anciano, sorprendido
y asustado por la imaginación de la niña, le preguntó lentamente:
“¿Cómo se llaman tus amigas?”. Marta se acercó un poco y se lo
dijo: “Se llaman Ana y Dolores. Yo quería que fuéramos todos
amigos, pero no quieren acercarse
a ti. Dicen que les
das
miedo”. Las
lágrimas, de nuevo, como hace tantos años, recorrían el rostro del
anciano. Fausto
sonrió con una infinita tristeza, se levantó y, tranquilamente,
se fue. Madre
e hija volvieron al día siguiente, tomando su habitual paseo. Nunca
más vieron a Fausto.
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