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viernes, 10 de noviembre de 2017

Calvario.

Un día más, el Sol caía lentamente y el cielo se amorataba ante los ojos de Fausto. Sentado en la lonja del Calvario, veía cómo las horas pasaban pesadamente, una tras otra, desde hacía demasiados años como para contarlos. Un suspiro, otro, se escapó y se diluyó en el aire. Llevaba demasiado tiempo arrepentido.

Cuando la noche se alzaba, Fausto se levantaba, apoyado en su bastón, y caminaba lentamente hacia su hogar. La edad ya le había cobrado demasiado, y parecía que aún no había terminado. Su vista estaba deteriorada, le era imposible andar sin apoyo y múltiples dolencias le invadían constantemente. Pero no podía, ni un solo día, fallar en su visita al Calvario. Porque allí yacían, enterradas, sus hijas.

Todos los días lo volvía a vivir, en su mente, en el recuerdo. Aquel pasado le acosaba como una maldición que le había acompañado desde siempre y que no acabaría jamás. Los años de la posguerra habían sido duros, incluso más que la propia guerra. Lo peor no era recordar los dolorosos gruñidos de los estómagos vacíos, los robos, necesarios para sobrevivir un día más, entre los que una vez fueron amigos o las terribles enfermedades que habían encontrado su mejor hábitat en el desorden y la suciedad. Lo peor era volver a verse, una y otra vez, con la misma hacha que usaba para cortar madera que les calentara en la mano, cortando el aire para cortar segundos después el cuello de su hija más pequeña, Dolores. Las lágrimas corrían por su rostro, la pena le estrujaba el corazón, pero tenía que hacerlo. No había comida, ni apenas forma de obtenerla. La mayor de sus hijas estaba enferma, y sufría terribles ataques de tos sanguinolenta. No tenían madre, pues esta había desaparecido durante el último año de la guerra y nunca más se supo de ella.

Lo que más le dolió fue la muerte de Ana, su hija mayor. Cuando entró en su dormitorio esta seguía despierta, pero ya no podía detenerse. Viendo las intenciones de su padre, Ana salió corriendo, en un intento desesperado de salvar su vida. Tener que correr tras su propia hija, su mayor amor, para librarla de la mísera vida a la que estaba condenada le dolía y le quemaba como un puñal ardiente atravesando su corazón. Sí, le dolía, pero sabía que era lo más misericordioso y lo mejor para ella. Arrinconada y pidiendo ayuda, perdón y una explicación, sintió cómo el hacha rasgaba la fina piel de su garganta. Pero este golpe no había sido certero y, con sus últimas fuerzas, implorando el perdón de todos los dioses y los demonios, Fausto descargó la hoja contra la tráquea de su hija, a la cual abrazó hasta que se quedó inmóvil. Ahora estaban a salvo.

Recordaba esa misma noche con máximo detalle, cómo había cargado con el cuerpo de sus dos hijas a la madrugada, con el frío y una torpe lluvia como compañeros, y cómo las había enterrado, solemnemente, en el campo que era el Calvario. Desde ese momento, todo había cambiado para él. Se había vuelto frío, callado y nunca había conseguido amar de nuevo. Cuando los vecinos le preguntaban por sus hijas, este les decía que se las había llevado la peor enfermedad: la guerra.

Aunque el tiempo había pasado, Fausto no había cambiado. Su misericordioso acto le atormentaba incesantemente, a cada momento, y apenas el descansar ante sus hijas le aliviaba. No mucha gente pasaba por el Calvario. Un día, una chiquilla de apenas 6 años y su madre cruzaron antes los ojos de Fausto. La pequeña corría y saltaba, y hablaba con ella misma como solo los inocentes niños saben hacer. Desde entonces, y casi diariamente, ambas paseaban por el Calvario.

Tras un tiempo, Fausto comenzó a fijarse más en la pequeña, pues siempre jugaba frente a él. Quizás le recordaba a su querida Dolores, que, cuando fue “liberada”, tenía la misma edad que la niña. Una tarde, la pequeña se quedó mirando fijamente a Fausto. Este, con cierta curiosidad, le preguntó que qué miraba. La única respuesta de la niña fue, tras unos saltitos para acercarse, otra pregunta: su nombre. Fausto le respondió, e inquirió lo mismo. La pequeña se llamaba Marta y tenía seis años, que mostró tiernamente con sus dedos. Justo después, volvió al lugar de donde venía y siguió jugando alegremente, arrancando unas flores del suelo y hablando sin cesar. Una pequeña amistad había surgido entre ambos, la cual libraba ligeramente a Fausto de sus remordimientos, pues le daba algo de distracción. Todos los días que Marta paseaba con su madre acababa acercándose a Fausto, preguntándole cualquier cosa que solo ella, en su infantil mente, entendía. “¿Tienes comida?”, le preguntó un día la pequeña. Fausto, que no se esperaba aquello, solo pudo darle un caramelo que guardaba en su bolsillo. Marta corrió a su constante lugar de juego y tiró el dulce al suelo.

Una tarde de verano, Fausto no pudo aguantar su curiosidad. “¿Qué haces, Marta?”. La niña, como pudo, le contestó: “Estoy jugando con mis amigas a papás y mamás. Yo soy la mamá, y ellas tienen mucha hambre, y les doy de comer, y las tapo cuando tienen frío, y me quieren mucho mucho”. El anciano, sorprendido y asustado por la imaginación de la niña, le preguntó lentamente: “¿Cómo se llaman tus amigas?”. Marta se acercó un poco y se lo dijo: “Se llaman Ana y Dolores. Yo quería que fuéramos todos amigos, pero no quieren acercarse a ti. Dicen que les das miedo”. Las lágrimas, de nuevo, como hace tantos años, recorrían el rostro del anciano. Fausto sonrió con una infinita tristeza, se levantó y, tranquilamente, se fue. Madre e hija volvieron al día siguiente, tomando su habitual paseo. Nunca más vieron a Fausto.

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