Sígueme en:

Sígueme en:
- Instagram: @delunado
- Twitter: @delunad0

Puedes suscribirte por correo aquí abajo y se te notificará cada vez que actualice mi blog:

jueves, 14 de junio de 2018

Camino.

Las hojas, de un anaranjado rojo oscuro, caen perpetuamente, como un reloj circular y su tic-tac, a cada lado del camino. La blancazulada niebla envuelve todo, todo. Abraza las hojas, los árboles, el camino, a ti y a mí. También nosotros nos abrazamos. Y un tiempo después, dejamos de hacerlo.

Te miro y me devuelves la mirada, no vaya a ser que te quedes con ella y no pueda volverte a mirar. Te sonrío para devolverte tu sonrisa, no quisiera quedarme con ella y que no puedas volverme a sonreír. Uno le ofrece la mano al otro y empezamos a marchar en línea recta, siguiendo el camino.

La niebla es densa, aunque me permite ver bien tu rostro, tu cuerpo y, sobre todo, tu mente. No puedo decir lo mismo del camino, que podría dejar de existir tres pasos más allá y no me daría cuenta hasta estar cayendo en el vacío. Las hojas tampoco son visibles si no me acerco al extremo del recto sendero, pero sí que se oyen caer al suelo y crujir al ser pisadas por algo o alguien invisible.

A pesar de ser este un camino ideado para la reflexión solitaria, estas aquí conmigo. Quizás sea lo mejor para una reflexión más sentimental, menos racional. Cuando somos dos, estos pensamientos deben formularse en voz alta, para atacarlos fácilmente desde dos flancos a la vez, pues no siguen la acostumbrada lógica unidireccional y unívoca.

Ninguno quiere turbar el hipnotizante sonido de las hojas cayendo. Es agradable. Es reconfortante. Es casi deseado. Pero es inevitable romperlo. Uno de los dos dice algo y poco después ya nos encontramos en una conversación larga y profunda. A veces nos turnamos, a veces hablamos a la vez, pero siempre escuchamos todo. Con nuestros pasos por el camino, y los del reloj por el tiempo, todo fluye perfectamente, y en nuestro camino interior y personal nacen bifurcaciones, crecen montañas y se condensan mares.

Tras una pequeña carcajada de felicidad, provocada al mirarte fijamente, parpadeo y todo es negro. Al abrir los ojos no sé dónde me encuentro, si es que me encuentro en algún lugar. Una negrura impermeable me rodea, y al no tener más opción que caminar en ella, lo hago. Me asusto porque no estás y porque estoy solo, o quizás porque no sé si estoy solo. Errabundo, hasta que una pequeña luz blanca y cálida me atrae. Allí soy consciente de que estoy pisando algún líquido, una fina capa de lo que parece agua, aunque bajo la luz ese líquido es inexistente y solo queda piedra yerma.

Un libro grande y cerrado reposa sobra un tosco pedestal. Me acerco y lo abro, por cualquier página, pero solo veo símbolos incomprensibles. No entiendo nada, nada. Como no tengo ningún objetivo en aquel lugar me dedico a investigar el libro a fondo. Lo abro por la primera página, amarillenta y totalmente lisa, como si aquel libro no hubiera sido jamás abierto, ni siquiera para escribirse. Página tras página, trazos ininteligibles se dibujan y deslizan de una a otra hoja. No hay nada que hacer con este libro, este es el pensamiento que va escarbando en mi mente.

De repente, en cualquier página desconocida, letras que sí conozco se presentan. Leyéndolas, dicen tal que así:

<<Estás solo. Aquí, allí, en el camino de la reflexión, en la cueva del cambio, siempre y para siempre. Estás solo cuando tus átomos interactuan con otros átomos y vibran y se retuercen de felicidad. Estás solo cuando lloras, aunque no solo llores cuando estás solo.
Pero no te preocupes, pues esto es irremediable y solo hay que aceptarlo. Tu compañía, y la de todos, son los fantasmas mentales, las imágenes creadas de otros sistemas en tu propio sistema. Quizás es peligroso, pues estos reflejos cambian a velocidades vertiginosas y pueden marear la existencia. Solo aprende a convivir con ellos.
Solo contigo.>>

No soy consciente de cuánto tiempo transcurrió mientras leía y releía ese pequeño (y único) fragmento. Cuando las palabras se grabaron a fuego en mi mente y pude apartar la vista del libro, noté que dos cosas habían cambiado, una interior y otra exterior.

En mi interior algo se había encendido, algo que sentía como obvio y primitivo pero que había estado oculto hasta entonces. El reconocimiento de la soledad que trasciende las relaciones sociales, de la individualidad infinitamente desconocida para todos los demás, a veces incluso para uno mismo. En el exterior algo se había apagado, las luces que iluminaban el libro. Ya no lo veía, pero otra cosa llamó mi atención: unas sombras de luz semi-danzantes, moviéndose unos metros más allá.

Acercándome a esas figuras descubro que me son familiares. Las observo más de cerca, quizás con algo de temor, y descubro que son ellos, todos ellos. Los conozco, claro. Intento dirigirme a alguno en concreto, pero no me hacen caso, me miran y veo cómo su rostro cambia cien veces en el mismo instante. Intento hablar más fuerte, más claro, pero nada funciona. El ritmo de su movimiento aumenta, sus caras son irreconocibles debido a la velocidad del cambio. De repente, todo cesa. Ellos se paralizan, cada cambio acaba, y yo abro los ojos.

Y vuelves a estar ahí. Es lo primero que veo cuando regreso al camino, a ti. Tus ojos están tristes, mirándome fíjamente pero evitando mi mirada, preguntándose "por qué". Agacho la cabeza y te abrazo. Un abrazo largo, firme y aclarador. Pienso si existe la posibilidad de enseñarte lo que he visto y río amargamente, por dentro. Te observo y tu rostro quema ese amargamiento, dejando solo la risa.

Poco después, de la mano, comenzamos a caminar otra vez, junto con las hojas y la niebla. Nos hacemos preguntas y las intentamos responder, agradecidos de tenernos para ello. No nos cansamos de seguir la línea recta que lleva al horizonte. Nuestros dedos se entrelazan más firmemente que nunca.

No hay comentarios:

Publicar un comentario