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domingo, 15 de noviembre de 2020

La Muerte y el Lirio

La Muerte paseaba tranquila, sosegada, por aquel esplendoroso lugar. Árboles frutales rebosantes de vida y color se erguían gigantescos y muy quietos, sólo mecidos ligeramente por el suave viento. A pesar de ser muchos, nunca estaban lo suficientemente juntos como para que sus copas taparan demasiado los calientes rayos de sol, que se proyectaban desde el cielo. Un río ligero y transparente corría hasta donde la vista podía alcanzar. La Muerte caminaba a su orilla, descalza, sintiendo el fresco del agua en sus pies. 

A pesar de encontrarse en el lugar más bello de todos, la Muerte se sentía algo triste. Ella sabía que hoy buscaba al Lirio, porque había llegado su momento. Y caminó durante horas, todas las horas necesarias para encontrarle. Y a cada paso, su tristeza aumentaba un poco.

El Lirio no era consciente de nada. Disfrutaba de su alrededor, de él mismo, pensando en su infinitud, de la cual estaba muy seguro. Tenía claro que viviendo allí no podía pasarle nada malo. Ciertamente, a veces grandes corrientes de aire irrumpían sin aviso, empujando a todo ser viviente, casi arrancando algunos de los árboles. Otras veces, negras tormentas agitaban los aires, nubes oscuras que impedían ver los rayos del Sol se cruzaban, y algún relámpago azotaba los aires sin avisar. Pero, al fin y al cabo, allí no podía pasarle nada, pues estos eran procesos naturales que siempre habían existido, y no podían hacerle daño real.

Tras demasiadas horas de paseo, la Muerte finalmente encontró al Lirio. Estaba allí, casi en el centro del mundo, rodeado de otras pequeñas plantas, acariciado por curiosos insectos que jugueteaban a su alrededor. La Muerte observó durante un momento la belleza del Lirio: era una planta hermosa, grande, blanca y azulada. Aunque alguna de sus hojas parecía algo triste, en general transmitía fuerza y seguridad. Nada podía pasarle. 

Pero la Muerte se acercó, se agachó, y con uno de sus dedos rozó al Lirio, casi sin tocarlo. En ese momento, un silbido asustado cruzó el mundo entero. La Muerte suspiró, y sin pensarlo demasiado, acarició uno de los pétalos del Lirio, esta vez de forma firme. En ese momento, un temblor sacudió la tierra, como una queja, un aviso. Los animales que pululaban cerca del lugar salieron nerviosos, asustados, despavoridos. Los insectos volaron lejos de allí, y las plantas se encogieron, casi como si quisieran volver dentro de la tierra.

La Muerte miró al Lirio fijamente durante unos minutos. Entonces, acercó de nuevo su mano, pero esta vez agarró al Lirio por el tallo y lo arrancó de cuajo, sin pensarlo. 

Cuando el Lirio fue arrancado, el cielo se tornó rojo como la sangre de inmediato. Otro temblor, esta vez enorme, partió la tierra en dos, en tres, hasta en cuatro partes. Los animales se volvieron locos, huían hacia ningún lugar a toda prisa. La fruta de los árboles se pudrió de inmediato. Los insectos caían al suelo, envenenados en su propio miedo. El río se secó al instante, soltando un vapor asfixiante y doloroso de respirar. Las montañas se sacudían sobre sí mismas, las nubes tomaron formas demasiado horrorosas para contemplar. 

La Muerte, todavía con el Lirio en la mano, que empezaba a marchitarse, miró al cielo. La Luna y el Sol, que se habían juntado para despedirse, giraban demasiado rápido. Agudizando un poco la vista se podían distinguir enormes cometas, seguidos de una estela rojiza, que impactarían brevemente contra el mundo. La Muerte miró al Lirio, volvió a suspirar, y con un ligero movimiento lo hizo arder en sus manos. Cuando la combustión terminó, lanzó las cenizas del Lirio al mundo, donde reposaría para siempre en secreto.

La Muerte volvió a mirar al cielo, y se cubrió la cara con las manos. Unos segundos después se desvanecía, pensando que, en algún momento, otro Lirio crecería, y en que, probablemente, tendría que venir a por él. 

Justo cuando la Muerte se fue, el primero de los cometas impactó contra la tierra, justo en el lugar donde el Lirio había nacido y crecido, y donde ahora reposaban sus cenizas.

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